Cuando en 1981 vi en TV el aterrizaje del Columbia, nunca me llegué a imaginar que iba a poder estar presenciando el despegue de la última misión de los transbordadores espaciales, el STS-135.

Recuerdo la emoción de ver en TV ese aterrizaje, en el desierto de Mojave. Recuerdo como mi padre, en tono cómplice, me decía un año después, al regreso de mi primer viaje por EUA junto a el, que yo podía morir en paz, dado que había conocido el Kennedy Space Center. Pero no fue asta hoy, casi treinta años después que volví a pisar el KSC, a pesar de haber estado innumerables veces cerca de el.

Desde aquel entonces, he ido más de medio centenar de veces a EUA, he estado en países tan lejanos como China y Rusia, y sin embargo, al pisar de nuevo el KSC, volví a ser un niño de nuevo, al punto que casi salgo con un lego del transbordador en la mano, junto a las franelas, emblemas y demás tonterías que me compré. Y vi esa misma reacción en muchos de los que me rodeaban. El espacio y toda su inmensidad nos hace sentirnos pequeños en todo sentido. Así como cada vez que viajo en avión sigo disfrutando enormemente esos segundos que dura el despegue, en clara actitud de infante, que no infantil, los pocos segundos que vi pasar el transbordador ante mi, borraron el dolor de la columna y cualquier otro que pudiera haber sentido por las horas de trasnocho y de cansancio. Volví a ser un niño de nuevo, y lo único que me faltaba era mi padre a mi lado para que cariñosamente se regocijará con mi alegría, aunque esta vez haya sido más tranquila, más serena.

Esta vez mi viejo, aunque todo el mundo esté hablando del Atlantis, y de su importante significado, yo se que sin saberlo estarán también hablandodeti, y como con el vuelo del STS135, de alguna forma también se cierra una era para mí , para la ciencia, para la tecnología y para toda mi generación.